En un oscuro espacio del corredor de la muerte, el condenado enfrenta sus últimos minutos de vida mientras los centinelas, cuyas mentes han sido corroídas por años de vigilancia, juegan sádicamente con su cordura. Cada segundo se convierte en un tormento psicológico, con los guardias susurrando promesas falsas de liberación y describiendo con placer morboso las agonías de anteriores condenados. Las sombras en las paredes parecen cobrar vida, reflejando los miedos más profundos. En sus últimos instantes, el condenado se da cuenta de que los verdaderos monstruos no son los prisioneros, sino los centinelas que manipulan su desesperación.